La felicidad, según los especialistas, se asocia con momentos puntuales difíciles de sostener en el tiempo; en cambio, la calma puede abrazarse por largos períodos y propiciar el estado de plenitud tan anhelado
Por Flavia Tomaello.
Cuando Marilyn Monroe decía que la felicidad está dentro de uno y no al lado de alguien, intentaba demostrar que alcanzarla era una plenitud personal. Como enunciado resultó sabio, pero como regla de vida no la ayudó en su camino. De hecho lo intentó, pero no pudo con sus inquietudes interiores y con una verdad que esgrimió otra estrella de Hollywood: “Todos los hombres que conozco se han enamorado de Gilda y han despertado conmigo”, decía Rita Hayworth, cuando trataba de hacer foco en su esencia y no en la cáscara pasajera.
La encarnizada búsqueda de la felicidad, que se ve como en el portaobjetos de un microscopio cuando la muestra proviene de una celebridad, no hace más que amplificar las realidades cotidianas de los humildes mortales.
Durante casi dos siglos, la felicidad fue una de las metas que se ha buscado de manera más aguerrida, incluso definiéndola de modos muy disímiles. Una tendencia que ha recrudecido con la aparición de países como Canadá, Australia, Francia y el Reino Unido e instituciones como la Organización de Naciones Unidas que han puesto en sus métricas de gestión política el bienestar de la población.
Este cambio comenzó en 1972 cuando Jigme Singye Wangchuck, rey de Bután, en Asia, inventó el concepto de la Felicidad Nacional Bruta que sustituyó el Producto Interno Bruto (PIB). Con esto intentó dar un volantazo a las políticas económicas de tal modo de virarlas hacia los valores del budismo. Con la colaboración de especialistas canadienses diseñó cuatro métricas con las que medir la felicidad: desarrollo sostenible, preservación de valores culturales, conservación de la naturaleza y pautas de buen gobierno. Bután se convirtió en una curiosidad que fue copiada por otros países. Sin embargo, cuando esta tendencia comenzó a recorrer camino, los especialistas empezaron a derribar la felicidad como meta existencial para reemplazarla por un nuevo baluarte: la serenidad.
Según la última investigación realizada por Ipsos, la felicidad es hoy mayor que durante el pico de la pandemia, pero menor que a principios de la década de 2010. El 71% de los encuestados en 30 países se describe como feliz, cifra superior a la de agosto de 2020, que llegaba al 63%, pero inferior al 77% de 2011. En 2024, los Países Bajos se proyectaron como el estado con mayor felicidad, con un 85 % de sus habitantes que se describe como tal. En el otro extremo de la escala, Hungría y Corea del Sur (48 %) son los menos felices. Para Gallup, en cambio, Finlandia es el país campeón del mundo según su evaluación de vida media, mientras Afganistán es último de la tabla.
¿QUÉ ES SER FELIZ?
Frente a todas las estadísticas y mediciones de políticas, el dilema que enfrentan los especialistas es determinar qué es la felicidad. Tal Ben-Shahar es uno de los investigadores más reconocidos de Harvard en el estudio de la felicidad y dirige Happiness Studies Academy, una plataforma que ofrece recursos para aprender a gestionar las emociones. Para él este parámetro es un mito. Luego de décadas de estudios, lanzó una fórmula que denominó los cinco elementos de la felicidad. “Es una concurrencia de estados de bienestar –explica–, que incluyen niveles físicos, espirituales, intelectuales, sociales y emocionales. Sin embargo, alcanzar ese estado no es una especie de meta que persiga la alegría como sensación permanente, sino una búsqueda de equilibrio, que reporte calma y disfrute del aquí y el ahora”.
“La felicidad se ha convertido en el objetivo último por demasiado tiempo –explica Robert Waldinger, profesor de psiquiatría en la Harvard Medical School–. Es un deseo parecido al fin del arcoíris. No se ha propuesto como trayecto, sino como una meta a alcanzar, pero que tal como los espejismos, se va corriendo más allá a medida que se avanza el paso. Nos han dicho que cuando logremos ser felices, todo será formidable. Sin embargo, ese principio ha cambiado a lo largo del tiempo”. De hecho, el concepto más utilizado en las últimas décadas se ha amoldado a la mirada que la sociedad de consumo ha derramado. Por ello, la definición de felicidad, sobre todo hacia el fin del siglo pasado y en la primera década del presente, se ha afincado bajo la idea de acumulación. Para Morten L. Kringelbach, profesor de neurociencias de la Universidad de Oxford en el Reino Unido y director del Centro para la Eudaimonia y el Florecimiento Humano, “la felicidad se convirtió en una meta inalcanzable, porque el mercado determinó que así fuera. Si nos planteamos la plenitud que representa conceptualmente la idea de felicidad, nos situaríamos en una especie de meseta ideal donde nada más se requiere. Lo que es devastador para el mercado: implicaría que no necesitaríamos consumir nada más allá de lo básico que ya nos llevó hasta ese estado”.
En medio de este debate sobre las nuevas definiciones de felicidad y el crecimiento sostenido de las neurociencias para entender mejor cómo el cerebro atraviesa el comportamiento humano, la década más reciente determinó nuevos modos de entender el concepto de sentirse feliz. José Ramón García Guinarte es profesor, licenciado en filosofía y ciencias de la educación y especialista en programación neurolingüística e hipnosis clínica. En su libro Neurociencia para ser feliz, sugiere que la felicidad es una “percepción que pone en juego muchos estímulos y reacciones”, según él, muy difíciles de clasificar y estratificar de un modo más o menos universal. Shahar Lev-Ari, especialista del Instituto de Atención Sanitaria Integral y Promoción de la Salud de la Universidad Witten/Herdecke en Alemania, publicó en un artículo de la revista de la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos, que “la felicidad es una experiencia emocional, un sentimiento que se basa en la activación neuropsicológica del sistema de recompensas del cerebro”. Bajo este concepto y junto a los desarrollos más recientes en neurobiología, los investigadores clasifican ahora la felicidad en tres: una primera vinculada al pronóstico y el placer obtenido a partir de la expectativa y la concreción. La segunda está relacionada con el alivio del deseo. Mientras que la última se refiere a una sensación más profunda de bienestar: la paz interior.
PRÁCTICAS EN BUSCA DE LA PAZ
Tal Ben-Shahar sugiere que existen ciertas prácticas cotidianas que ayudan a alcanzar y mantener la calma mental.
-Recordar al final del día tres cosas positivas, y si es posible llevar un diario de ellas.
-Intentar visualizar los hechos desde puntos de vista distintos para redimensionarlos.
-Ante una inquietud preguntarse sobre qué preocupa o qué es lo que se está rumiando. ¿Es controlable? Si no lo es, dejarlo ir. Si lo es, planificar acciones posibles para corregirlo.
-Identificar situaciones particulares del día por las que agradecer. Antes de comer o durante el viaje al trabajo puede ser una oportunidad para alegrarse por tener un plan con amigos, tomarse un chocolate caliente, ver un episodio de la serie que te gusta o compartir un juego de mesa con los tuyos.
-Encontrar un momento de soledad, de contemplación, sin interrupciones, donde dejar ir la mente. Es ideal hacerlo coincidir con una caminata por un parque.
UN EMOJI NUEVO
“En psicología positiva –relata Ahmad Rusdi, especialista del Departamento de Psicología de la Universidad Islámica de Indonesia, uno de los tres investigadores de un documento publicado en el International Journal of Innovative Research and Scientific Studies–, el estudio de la felicidad es más popular que el de la serenidad. A veces se hace referencia a ésta con otros nombres, como paz mental, tranquilidad o calma espiritual. La variedad de terminología para la serenidad se basa en la diversidad de antecedentes filosóficos subyacentes, lo que hace que la serenidad sea un tema más complejo para investigar y comprender”.
La felicidad vista desde el punto de vista de la sociedad de consumo invita a acumular para saciar. Una casa mejor, unas vacaciones más extendidas, más paseos por el campo, más comidas sabrosas, más lecturas pendientes en la mesa de luz, más encuentros con amigos… “No se trata de si ese acaparar es negativo, porque ¿a quién no le gustaría salir a comer más veces al mes o reunirse más seguido con sus mejores amigos? –advierte Kringelbach–. Sino más bien de la insatisfacción que reporta esa práctica que supone que cuando haya más te sentirás mejor”.
De hecho Ben-Shahar sugiere que el dilema está en el vacío “la felicidad concebida según nuestro tiempo se acota a llenar espacios que prometen plenitud, pero el mercado mismo determina que nunca será suficiente, porque cuando agreguemos un día al fin de semana gracias a la reducción de la jornada laboral, estaremos buscando un cuarto. La felicidad planteada en estos términos remite a una ecuación que no se empata jamás porque la expectativa crece mientras tratamos de cumplirla”.
El Instituto de Información Científica de Estados Unidos ha realizado un ranking entre los más influyentes psicólogos contemporáneos del mundo. El lugar 30 de esa escala le pertenece a Steven C. Hayes, responsable del departamento de Psicología de la Universidad de Nevada y autor de más de medio millar de documentos científicos publicados en las más prestigiosas revistas del mundo, como Nature o The Lancet. Es el responsable de delinear la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT), una tendencia que invita a concentrarse en aquello que sí es posible ser cambiado, para tratar de abandonar la lucha por lo inalcanzable o inmodificable. “Aprender a batallar por aquello en lo que conscientemente podemos influir nos ayuda a moderar las expectativas y a concentrar la energía en cuestiones viables”, dice Hayes.
Muchas veces el esfuerzo por rellenar la agenda de experiencias o multiplicar los deseos es un modo de acallar un vacío permanente. “Me recuerdo en una infancia lleno de amigos en casa, con una familia muy sociable y una vida agitada. Pero crecí queriendo refugiarme en un poco de calma”, rememora Rusdi. “El silencio, en términos de sonido o de ausencia, puede ser muy amenazante”, completa Kringelbach.
QUEDARSE EN EL PRESENTE
Identificar y comprometerse con los valores personales, aquellos hitos que en verdad importan y que, si se practican o alcanzan, otorgan plenitud es la base de la teoría de Hayes. “Para arribar a ellos no es preciso ser solemne ni desarrollar una larga vida de terapia –dice el especialista–. El camino está en quedarse en el presente. No significa no proyectar, sino entender sobre qué hacerlo, siguiendo los principios de aquello que te resuena en tu interior”. El psicólogo sugiere que, por ejemplo, uno de los valores más importantes para uno son los amigos, priorizar los encuentros con ellos frente a otras opciones, nos llenará de satisfacción. “Una sensación que está más cerca del placer sereno que de la celebración jovial –explica–. Las personas más plenas son las que practican aquello que las hace sentir mejor, no lo que las hace caer en deuda de ‘necesito más aún’”.
Bajo este nuevo concepto es posible trabajar en una renovada escala de bienestar e influir en el modo de acceder a ella, evitando caer en un estado pletórico permanente. “La idea de calma de larga duración es una posibilidad real –expone Hayes–. Es posible vivir de acuerdo con los valores que se priorizan y eligiendo sobre esos que nos aportan serenidad, lo que puede permitir una cierta estabilidad prolongada del estado de bienestar. Este escenario es imposible con la felicidad, porque no es así como funciona el cerebro. Aquella es un estado de cima, de arribo a un punto, que es insostenible en el largo plazo, porque biológicamente la mente se acostumbra a ese punto de quiebre y lo naturaliza con velocidad. Si depositamos nuestro confort en esos hitos pasajeros, el buen sentir también lo será”.
Los valores, en cambio, son cuasipermanentes. No son una cumbre que escalar, sino un principio que sostener. Se trata de un estado mental que puede volverse constante. No es una emoción pasajera. “La serenidad se puede definir como la dicha afectiva emparejada con la autorrealización –aporta Rusdi–. Las personas serenas necesariamente alcanzan la felicidad en algún momento”.
En palabras de Ben-Shahar esa calma “es un estado de paz que no espera una acción inmediata que deba suceder. No propone impulsos de acción que sí distinguen a la felicidad”. La calma es el picnic en la meseta, mientras que la felicidad es el plantar la bandera en la cumbre. “No relegaremos la felicidad de nuestras vidas –agrega Ben-Shahar–, pero intentaremos que no sea aquello único que nos mueve como un imán irrefrenable. Más bien aprenderemos a disfrutar del proceso”.
El hito es un instante, el camino es un trecho prolongado. Bregar por sensaciones amables duraderas es una manera de hacer la cotidianidad más satisfactoria. Como diría Guillaume Apollinaire, “de vez en cuando es bueno detener la búsqueda de la felicidad y simplemente ser”, sin nada más que lo que ya hay.
Fuente: LA NACIÓN